miércoles, 29 de febrero de 2012

El hombre que oculta su pasado de Pablo Guerrero





Hace años que no escucha su nombre en la voz de su madre,
que ha borrado su pasado, como borra la mar las huellas de las aves.
Ha arrojado los mapas del regreso al agua de la tarde,
vino a dejar la fuerza de sus manos en la luz de otra tierra,
a vivir rodeado de ciudades extrañas y palabras ajenas,
sólo habla de ojos triste, de mujeres tristes,
como la lluvia triste sobre ríos de arena.

Sólo habla de que hay lobos en los bosques de Ucrania


Hace años que no escucha su nombre con sonidos amigos,

las aldeas sin nadie han dejado en su rostro paisajes doloridos,
las aldeas sin niños han dejado su infancia sepultada en olvidos.



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martes, 28 de febrero de 2012

La vida es sueño (fragmento 2) de Pedro Calderón de la Barca





Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.



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El más famoso soliloquio del teatro español ha inspirado en diversas ocasiones a través del verso: la vida es sueño y los sueños, sueños son. Pero hemos encontrado una referencia menos frecuente del monólogo de Segismundo en la canción Hermano Bebe de Siniestro Total: "El más grande bien, siempre es pequeño"


lunes, 27 de febrero de 2012

La vida es sueño (fragmento) de Pedro Calderón de la Barca





¡Ay mísero de mí, y ay, infelice! 

Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de nacer),
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?

Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?

Nace el bruto, y con la piel
que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrellas
(gracias al docto pincel),
cuando, atrevida y crüel
la humana necesidad
le enseña a tener crueldad,
monstruo de su laberinto;
¿y yo, con mejor instinto,
tengo menos libertad?

Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas, bajel de escamas,
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira,
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío;
¿y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?

Nace el arroyo, culebra
que entre flores se desata,
y apenas, sierpe de plata,
entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra
de las flores la piedad
que le dan la majestad
del campo abierto a su huida;
¿y teniendo yo más vida
tengo menos libertad?

En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón,
negar a los hombres sabe
privilegio tan süave,
excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?



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domingo, 26 de febrero de 2012

La canción del pirata de José de Espronceda

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.

Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá; muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí; tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pechos mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.
En las presas

yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá; en su propio navío
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
 

sábado, 25 de febrero de 2012

Luces de Bohemia (fragmento) de Ramón del Valle-Inclán



DON LATINO. - Levántate. Vamos a caminar.
MAX. - No puedo.
DON LATINO. - Deja esa farsa. Vamos a caminar.
MAX. -Échame el aliento.¿Adónde te has ido, Latino?
DON LATINO. - Estoy a tu lado.
MAX.- Como te has convertido en buey, no podía reconocerte.Écharne el aliento, ilustre buey del pesebre belenita.¡Muge, Latino! Túeres el cabestro, y si muges vendrà el Buey Apís. Le torearemos.
DON LATINO. - Me estás asustando. Debías dejar esa broma.
MAX. - Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.
DON LATINO. -¡Estás completamente curda!
MAX. - Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. Elsentido trágico de la vida españolas ó lo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.
DON LATINO. -¡Miau!¡Te estás contagiando!
MAX. - España es una deformación grotesca de la civilización europea.
DON LATINO. -¡Pudiera! Yo me inhibo.
MAX. - Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.
DON LATINO. - Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos de la calle del Gato.
MAX. - Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemàtica perfecta. Mi esté tica actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
DON LATINO. -¿Y dónde está el espejo?
MAX. - En el fondo del vaso.
DON LATINO. -¡Eres genial!¡Me quito el cráneo!
MAX. - Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.
DON LATINO. - Nos mudaremos al callejón del Gato.
MAX. - Vamos a ver qué palacio está desalquilado. Arrímame a la pared.¡Sacúdeme!
DON LATINO.- No tuerzas la boca.
MAX.- Es nervioso.¡Ni me entero!
DON LATINO.-¡Te traes una guasa!
MAX.- Préstame tu carrik.
DON LATINO.-¡Mira cómo me he quedado de un aire!
MAX.- No me siento las manos y me duelen las uñas.¡Estoy muy malo!
DON LATINO.- Quieres conmoverme para luego tomarme la coleta.
MAX.- Idiota, llévame a la puerta de mi casa y déjame morir en paz.
DON LATINO.- La verdad sea dicha, no madrugan en nuestro barrio.
MAX.- Llama.

DON LATINO DE HISPALIS,volviéndose de espalda, comienza a cocear en la puerta. El eco de los golpes tolondrea por el ámbito lívido de la costanilla y, como enrespuesta a una provocación, el reloj de la iglesia da cinco campanadas bajo el gallo de la veleta.

MAX.-¡Latino!
DON LATINO.-¿Qué antojas?¡Deja la mueca!
MAX.-¡Si Collet estuviese despierta ... ! Ponme en pie para darle una voz.
DON LATINO.- No llega tu voz a ese quinto cielo.
MAX.-¡Collet!¡Me estoy aburriendo!
DON LATINO.- No olvides al compañero.
MAX.- Latino, me parece que recobro la vista.¿Pero cómo hemos venido a esteentierro?¡Esa apoteosis es de París!¡Estamos en el entierro de Víctor Hugo!¿Oye,Latino, pero cómo vamos nosotros presidiendo?
DON LATINO.- No te alucines, Max.- ,
MAX.- Es incomprensible cómo veo.
DON LATINO.- Ya sabes que has tenido esa misma ilusión otras veces.
MAX.-¿A quién enterramos, Latino?
DON LATINO.- Es un secreto que debemos ignorar.
MAX.-¡Cómo brilla el sol en las carrozas!
DON LATINO.- Max , si todo cuanto dices no fuese una broma, tendría una significación teosófica... En un entierro presidido por mí, yo debo ser el muerto... Pero por esas coronas, me inclino a pensar que el muerto eres tú.
MAX.- Voy a complacerte. Para quitarte el miedo del augurio. me acuesto a la espera.¡Yo soy el muerto!¿Quédirá mañana esa canalla de los periódicos, se preguntaba el paria catalán?

MÁXIMO  ESTRELLAse tiende en el umbral de su puerta. Cruza la costanilla un perro golfo que corre en zigzag. En el centro, encoge la pata y se orina: El ojo legañoso, como un poeta, levantado al azul de la última estrella.

MAX.- Latino, entona la canción.
DON LATINO.- Si continúas con esa broma macabra, te abandono.
MAX.- Yo soy el que se va para siempre.
DON LATINO.- Incorpórate, Max . Vamos a caminar.
MAX.- Estoy muerto.
DON LATINO.-¡Que me estás asustando' MAX.- , vamos a caminar. Incorpórate.¡No tuerzas la boca, condenado!¡MAX.- !¡MAX.- !¡Condenado, responde!
MAX.- Los muertos no hablan.
DON LATINO.- Definitivamente, te dejo.
MAX.-¡Buenas noches!


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viernes, 24 de febrero de 2012

Monólogo del ladrón de sueños de Jacinto Benavente





La noche es mi reino, y en la noche las almas, al sumergirse en el profundo mar del sueño, entre sus sombras, exploran la verdad de su vida, como los submarinos al sumergirse bajo las aguas turbulentas observan más seguros la ruta de los barcos sobre ellas navegantes. Y en este reino de la noche, poblado de almas en letargo, soy el Ladrón de los Sueños, minador de luz, captador de verdades, tesoros que los hombres, más cobardes que avaros, ocultan y guardan hasta de sí mismos, sin pararse a contarlos, sin querer saber de ellos, aunque yo los muestre a sus ojos, más cerrados despiertos que dormidos.

Como en las noches de la ciudad, de calle en calle va el farolero rasgando la oscuridad con pinchazos de luz, así yo por la ciudad de los sueños rasgo de claridad las almas que, a la luz de sus sueños, pudieran conocerse y saber de sí mismas si el despertar no fuera para ellas caer en sueño más profundo: el de no querer saber nunca la verdad de su vida. Hoy se ha entrado la ciencia por mis dominios con gran aparato investigador; mas, como siempre, antes que los hombres de ciencia supieron los poetas las verdades del misterioso abismo de mi reino.

Como los cuerpos, para su descanso, se desnudan de vestiduras  al acostarse, también al dormir para soñar se desnudan las almas, y si pudieran así hablar  y entenderse unas con otras, nadie se engañaría en la vida. Una mujer y un hombre van a hablarse así ahora, sin saber ellos mismos que hablan ellos, desnudas sus almas en la desnuda verdad de sus deseos. Al despertar lo habrán olvidado todo; volverán al engaño, a la mentira, entre sospechas y traiciones, entre miedos y sombras. Animador de luz, captador de verdades, la noche es mi reino; soy el Ladrón de los Sueños


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jueves, 23 de febrero de 2012

A mi buitre de Miguel de Unamuno





Este buitre voraz de ceño torvo
que me devora las entrañas fiero
y es mi único y constante compañero
labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo
apurar de mi negra sangre, quiero
que me dejéis con él solo y señero
un momento, sin nadie como estorbo.

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía,
mientras él mi último despojo traga,
sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga
sin esta presa en que satisfacía
el hambre atroz que nunca se le apaga.



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miércoles, 22 de febrero de 2012

El Penacho de André Breton





Si solamente hiciera sol esta noche
Si en el fondo de la Ópera dos senos claros y resplandecientes
Compusieran para la palabra amor la más maravillosa capitular viviente
Si el pavimento de madera se abriera sobre la cima de las montañas
Si el armiño mirara con gesto suplicante
Al sacerdote de vendas rojas
Que regresa de la prisión contando los coches cerrados
Si el eco lujoso de los ríos que atormento
Sólo arrojara mi cuerpo en la hierba de París
Que no se hiela en el interior de las joyerías
Por lo menos la primavera ya no me causaría miedo
Si solamente fuera una raíz del árbol del cielo
Por fin el bien en la caña de azúcar del aire
Qué ves tú hermosa silenciosa
Bajo el arco de triunfo del Carrusel
Si el placer gobernara bajo el aspecto de una eterna transeúnte
Estando las Cámaras surcadas sólo por la mirada violeta de los paseos
Qué no daría yo porque un brazo del Sena Se deslizara bajo la Mañana
Que está de todas formas perdida
No me resigno no a las salas acariciantes
Donde suena el teléfono de las multas de la noche
Al partir he prendido fuego a una mecha de cabellos
                 que es la mecha de una bomba
Y la mecha de cabellos excava un túnel bajo París
Si solamente mi tren Penetrara Por ese túnel



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martes, 21 de febrero de 2012

La Metamorfosis de Narciso. Poema paranoico de Salvador Dalí





Primer Pescador de Port Lligat: «¿Qué le pasa a ese muchacho que se pasa el día mirándose en el espejo?».
 Segundo Pescador: «Si quieres que te lo diga (
 «Cebolla en la cabeza», en catalán, corresponde exactamente a la noción psicoanalítica de «complejo».
 Si uno tiene una cebolla en la cabeza, ésta puede florecer de un momento a otro, ¡oh Narciso!

Bajo el desgarrón de la negra nube que se aleja
la balanza invisible de la primavera
oscila
en el cielo nuevo de abril.
Sobre la más alta montaña,
el dios de la nieve,
 su cabeza deslumbrante inclinada sobre el espacio
 vertiginoso
de los reflejos
se derrite de deseo
 en las cataratas verticales del deshielo
 aniquilándose ruidosamente entre los gritos
 excrementales de los minerales
 o
entre los silencios de los musgos,
hacia el lejano espejo del lago
 en el que desaparecidos los velos del invierno,
 acaba de descubrir
 el relámpago fulgurante de su imagen exacta.
 Se diría que con la pérdida de su divinidad la alta llanura
 entera se vacía, desciende y se derrumba
entre las soledades y el silencio incurable de los óxidos de hierro
mientras que su peso muerto levanta toda entera
 hormigueante y apoteósica la planicie de la llanura
donde camino ya se abren hacia el cielo
 los surtidores artesianos de la hierba
y que suben, rectas, tiernas y duras, las innumerables lanzas florales
 de los ejércitos ensordecedores de la germinación de los narcisos.
 bien plantado
Ya el grupo heterosexual, en las famosas posturas de la expectación preliminar, pesa concienzudamente el cataclismo libidinoso, inminente, eclosión carnívora de sus latentes atavismos morfológicos.

 En el grupo heterosexual en esta suave fecha¹ del año
(pero sin exceso querida ni dulce),
 se encuentran el Hindú áspero, aceitado, azucarado
 como un dátil de agosto,

el Catalán de espaldas serias, y
en una cuesta-pendiente,
con un Pentecostés, de carne en el cerebro,

el Alemán rubio y carnicero,
las brumas morenas de las matemáticas
en los hoyuelos de sus rodillas nubosas,
se encuentran la Inglesa,
 la Rusa, la Sueca, la Americana y la gran Andaluza tenebrosa,
robusta de glándulas y olivácea de angustia.

 Lejos del grupo heterosexual, las sombras de la tarde avanzada se alargan en el paisaje y el frío invade la desnudez del adolescente rezagado al borde del agua.

Cuando la anatomía clara y divina de Narciso se inclina sobre el espejo oscuro del lago,

 cuando su blanco torso doblado hacia delante se paraliza, helado,
en la curva argentada e hipnótica de su deseo,
 cuando pasa el tiempo sobre el reloj de flores de la arena de su propia carne.

Narciso se aniquila en el vértigo cósmico
 en lo más hondo del cual canta
 la sirena fría y dionisíaca de su propia imagen.

 El cuerpo de Narciso se vacía y se pierde
 en el abismo de su reflejo,
 como el reloj de arena al que no se dará la vuelta.
 invisible.
Narciso, pierdes tu cuerpo,
arrebatado y confundido por el reflejo milenario de tu desaparición,
tu cuerpo herido mortalmente
 desciende hacia el precipicio de topacios de los restos
 amarillos del amor,
 tu blanco cuerpo, engullido,
sigue la pendiente del torrente ferozmente mineral
de negras pedrerías de perfumes acres,
 tu cuerpo...
 hasta las desembocaduras mates de la noche
 al borde de las cuales ya destella
 toda la platería roja
de las albas de venas rotas en «los desembarcaderos de la sangre²».

Narciso,
 ¿comprendes? La simetría, divina hipnosis de la geometría del espíritu,
colma ya tu cabeza con ese sueño incurable, vegetal, atávico y lento
que reseca el cerebro en la sustancia apergaminada
del núcleo de tu próxima metamorfosis.

 La simiente de tu cabeza acaba de caer al agua.

 El hombre regresa al vegetal y los dioses
por el pesado sueño de la fatiga
 por la transparente hipnosis de sus pasiones.
 Narciso, tan inmóvil estás que parecería que duermes.
Si se tratara de Hércules rugoso y moreno,
se diría: duerme como un tronco en la postura de un roble hercúleo.
 Mas tú, Narciso,
 formado por tímidas eclosiones perfumadas de adolescencia transparente,
duermes como una flor de agua.
 Ahora se aproxima el gran misterio,
 ahora tendrá lugar la gran metamorfosi.

Narciso, en su inmovilidad, absorto en su reflejo
con la lentitud digestiva de las plantas carnívoras,
se vuelve

 No queda más de él que el óvalo alucinante
de blancura de su cabeza,
su cabeza de nuevo más tierna,
 su cabeza, crisálida de segundas intenciones biológicas,
 su cabeza sostenida con la punta de los dedos del agua,
con la punta de los dedos,
de la mano insensata, de la mano terrible, de la mano coprofágica,
de la mano mortal de su propio reflejo.
Cuando esa cabeza se raje,
cuando esa cabeza estalle,
será la flor, el nuevo Narciso,
Gala,
mi narciso.

¹ «Fecha» considerada como «materia».
 ² Federico García Lorca
bajando la voz): tiene una cebolla en la cabeza».


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lunes, 20 de febrero de 2012

Galope de Rafael Alberti





Las tierras, las tierras, las tierras de España,
las grandes, las solas, desiertas llanuras.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
al sol y a la luna.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!
A corazón suenan, resuenan, resuenan
las tierras de España, en las herraduras.
Galopa, jinete del pueblo,
caballo cuatralbo,
caballo de espuma.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!
Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie;
que es nadie la muerte si va en tu montura.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
que la tierra es tuya.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!



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En el siguiente enlace podeis escuchar la canción Ven Alberti del cantautor extremeño Pablo Gerrero, dedicada a Rafael Alberti y a su caballo cuatralbo



Pablo Guerrero - Ven, Alberti

domingo, 19 de febrero de 2012

Ahogo de Gerardo Diego





Déjame hacer un árbol con tus trenzas.

Mañana me hallarán ahorcado
en el nudo celeste de tus venas.

Se va a casar la novia
del marinerito.

Haré una gran pajarita
con sus cartas cruzadas.
Y luego romperé
la luna de una pedrada.
Neurastenia, dice el doctor.

Gulliver
ha hundido todos sus navíos.

Codicilo: dejo a mi novia
un puñal y una carcajada.



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sábado, 18 de febrero de 2012

Vera (fragmento) Auguste Villiers de L'Isle-Adam



Al pronunciar en voz muy baja su nombre se estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose miró en torno suyo. En la habitación, los objetos estaban iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo, hacía aparecer como si fuese otra estrella. Era esa lamparilla, con perfumes de incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima de la chimenea. La compacta aureola de la Madona brillaba con hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas. Desde la infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más que un «supersticioso» amor, ofrecido a veces, ingenua y pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara.



Al verla, el conde, herido de recuerdos dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón hacerlo sonar. Apareció un servidor. Era un anciano vestido de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa. Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido.

–Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena hacia las diez de la noche. Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en la casa. Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos a nadie.

El mayordomo temblaba y le miraba con atención. El conde encendió un cigarro y descendió a los jardines. El sirviente pensó primeramente que el dolor, demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber consistía en respetar aquel secreto. Inclinó la cabeza. ¿Una abnegada complicidad a ese sueño religioso? ¿Obedecer...? ¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a la muerte? ¡Qué idea tan extraña! ¿Podría además sostenerse por más tiempo que una noche?

–Mañana, mañana... ¡Ay de mí! Pero, ¿quién sabe...? ¡Quizá! Después de todo es un proyecto sagrado... ¿Con qué derecho me dedico a reflexionar sobre ello?

Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia. Se trataba de crear un terrible espejismo. El embarazo de los primeros días se borró súbitamente. Al principio con estupor, pero luego por una especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él mismo se sentía engañado por su buena voluntad. No había lugar para segundas interpretaciones. A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta. El se dejó arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando paulatinamente la atmósfera que les rodeaba.

Tenía miedo, un miedo indeciso, suave... D'Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la suya. En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la «Ilusión» sonriente, sentada, a sus ojos, en el otro sillón. Las noches, los días, las semanas, transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible. D'Athol vivía doblemente iluminado.

Un semblante suave y pálido, entrevisto como un relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a hablar, pensamientos «femeninos» que aparecían en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy próximo a él. Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas muy quedas le conmovían. ¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un poder desconocido! Una vez, D'Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera.

–¡Chiquilla! –murmuró él sonriente.
Y se adormecía como un amante ofendido por su amada risueña y adormilada. El día de su «cumpleaños» colocó, como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de la almohada de Vera.
–Puesto que ella se cree muerta... –murmuró él.

Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor D'Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser de un encanto sombrío y seductor. El mismo Raymond ya no experimentaba temor y se acostumbraba a todas aquellas circunstancias. Un vestido de terciopelo negro entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto llegaba a hacérsele familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo invisible, como una chiquilla. ¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo de lo más «natural»!

Había transcurrido un año.
En la tarde del aniversario, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento florentino, «Callimaque» cuando, cerrando el libro y sirviéndose el té, dijo:

–«Douschka», ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres...? Estas historias te lo han recordado, ¿no es verdad?

Se levantó y en el espejo azulado se vio más pálido que de ordinario. Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró atentamente las perlas. Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente se veía muy suave, influido por el calor de su carne. Y el ópalo de aquel collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera solía palidecer enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel. Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como claveles sobre la nieve. Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había vuelto a encender en el relicario...? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el semblante de ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales, nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas?

La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre. Pero ya nada podía sorprender al conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año. Sin embargo, esa tarde se había dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a aquella habitación, impregnada de ella por completo. ¡Había dejado allí tanto de sí misma! Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor.

Su presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí. Ella debía desear volver a sonreír aún en aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas. La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡Ella también deseaba volver con él! Y su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de antaño, los vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas pedrerías que la «amaban» en su oscura simpatía, la inmensa y absoluta «necesidad» de su presencia, ansia compartida finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR!

¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos...!
El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría. En ese momento la impresión se concretó en una idea definitiva, simple, absoluta: ¡«Ella debía estar allí, en la habitación»! El estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las cosas a su alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. «Y como no faltaba más que la misma Vera», tangible, exterior, «era preciso que ella se encontrase allí» y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas.

El camino de resurrección estaba abierto por la fe hacia ella. Un fresco estallido de risa iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir, al fin ella, la condesa Vera le estaba contemplando, un poco adormecida aún.

–¡Roger...! –exclamó con voz lejana.
El se le acercó. Sus labios se unieron en una alegría divina, extasiada, inmortal. Y entonces se dieron cuenta de que ellos no formaban más que un «solo ser» Las horas volaron en un viaje extraño, un éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo. De repente, el conde D'Athol se estremeció como golpeado por una fatal reminiscencia.

–¡Ah! Ahora recuerdo... ¿Qué es lo que me sucede...? ¡Pero si tú estás muerta!

En ese mismo instante, al oírse estas palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas. Las flores se marchitaron y secaron en un instante. El balanceo del péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad. La «certeza» de todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió.

El conde se puso en pie. Acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en un momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola palabra. La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos. Como esas lágrimas de cristal, ensambladas ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido.

–¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he perdido...! ¡Otra vez vuelve a estar sola...! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti!

De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un rayo del tétrico día lo iluminó... El abandonado se inclinó. Lo cogió y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto.

¡Era la llave de la tumba!


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viernes, 17 de febrero de 2012

Si de Rudyard Kipling

Si puedes conservar la cabeza cuando a tu alrededor
todos la pierden y te echan la culpa;
si puedes confiar en tí mismo cuando los demás dudan de tí,
pero al mismo tiempo tienes en cuenta su duda;
si puedes esperar y no cansarte de la espera,
o siendo engañado por los que te rodean, no pagar con mentiras,
o siendo odiado no dar cabida al odio,
y no obstante no parecer demasiado bueno, ni hablar con demasiada sabiduria...

Si puedes soñar y no dejar que los sueños te dominen;
si puedes pensar y no hacer de los pensamientos tu objetivo;
si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso (desastre)
y tratar a estos dos impostores de la misma manera;
si puedes soportar el escuchar la verdad que has dicho:
tergiversada por bribones para hacer una trampa para los necios,
o contemplar destrozadas las cosas a las que habías dedicado tu vida
y agacharte y reconstruirlas con las herramientas desgastadas...

Si puedes hacer un hato con todos tus triunfos
y arriesgarlo todo de una vez a una sola carta,
y perder, y comenzar de nuevo por el principio
y no dejar de escapar nunca una palabra sobre tu pérdida;
y si puedes obligar a tu corazón, a tus nervios y a tus músculos
a servirte en tu camino mucho después de que hayan perdido su fuerza,
excepto La Voluntad que les dice "!Continuad!".

Si puedes hablar con la multitud y perseverar en la virtud
o caminar entre Reyes y no cambiar tu manera de ser;
si ni los enemigos ni los buenos amigos pueden dañarte,
si todos los hombres cuentan contigo pero ninguno demasiado;
si puedes emplear el inexorable minuto
recorriendo una distancia que valga los sesenta segundos
tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
y lo que es más, serás un hombre, hijo mío.



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jueves, 16 de febrero de 2012

Los sollozos de Marceline Desbordes-Valmore

¡El infierno está aquí! El otro no me asusta.
Empero, el purgatorio mi corazón disgusta.

De él me han hablado mucho y su nombre funesto
en mi corazón débil ha encontrado su puesto.

Cuando la ola de días va agostando mi flor,
el purgatorio veo al perder el color.

¡Si es cierto lo que dicen, es preciso ir allí,
Dios de toda existencia, para llegar a ti!

Allí habrá que bajar, sin más luna ni luz
que el peso del temor y del amor la cruz.

Para oír cómo gimen las almas condenadas
sin poderles decir “¡Estáis ya perdonadas!”

¡Dolor de los dolores; no poder agotar
los sollozos que intentan por doquiera brotar!

De noche tropezar en celdas intranquilas
que ningún alba tiñe con sus claras pupilas.

Ni poder decir al Señor incomprendido:
“¡Ay, Salvador de mi alma!, ¿es que aún no has venido?”

Me escondo; tengo miedo de tener miedo y frío,
como el ave caída teme por su albedrío.

A un recuerdo mis brazos vuelvo a abrir tristemente,
y mi alma más cercana el purgatorio siente.

Sueño que estoy en él, tras la muerte llevada,
como una esclava indócil, al fin de la jornada,

cubriendo con las manos el semblante abatido,
pisando el corazón, por tierra malherido.

Allí voy; precediéndome, mi llegada proclamo
y no oso desear nada de lo que amo.

Y este corazón mío no tendrá más dulzura
que los lejanos ecos de su antigua ventura.

Cielos, ¿adónde iré
sin pies para huir?
¿Adónde llamaré
sin llave para abrir?

Mientras el fallo eterno rechace mi plegaria
no arderá ante mis ojos ninguna luminaria.

No he de ver más escenas mundanas y horrorosas
que abatan mis humildes miradas dolorosas.

¡No gozaré del sol! ¿Por qué?... La luz querida
para el mal en la tierra, empero, está encendida.

Ve el culpable que a la horca su delito conduce
el saludo del orbe que se divierte y luce.

¡En los aires no hay pájaros! ¡No hay fuego en el hogar!
¡Y ni un Ave María reza el aura al pasar!

Para el junco del lago no hay un soplo viviente
ni aire para que exista un átomo viviente.

Ni el zumo de las frutas que ofrecen su frescura
al ingrato, tendré en mi sed y calentura.

Del corazón ausente que me hará padecer
acumularé el llanto que no puedo verter.

Cielos, ¿adónde iré
sin pies para huir?
¿Adónde llamaré
sin llave para abrir?

¡No más recuerdos de esos que me embargan de llanto
tan vivos, que viviera yo siempre de su encanto!

¡No más familia dulce, sentada en el umbral
que bendice cantando el sueño patriarcal!

¡Ni más voz adorada, cuya gracia invencible
hasta la Nada absurda tornaría sensible!

No más libros divinos desde el cielo exfoliados,
conciertos para el alma por la vista escuchados.

Y no osando morir tampoco oso vivir
ni buscar en la muerte quién me ha de redimir.

¿Por qué hay sobre las cunas, padres, la flor de un hijo
si al árbol y al arbusto siempre el cielo maldijo?

Cielos, ¿adónde iré
sin pies para huir?
¿Adónde llamaré
sin llave para abrir?

¡Bajo la cruz se inclina el alma prosternada,
del dolor de nacer con morir castigada!

Mas no tengo en la muerte si me siento expirar
ni una lejana voz que aconseje esperar.

¡Si en el cielo apagado alguna estrella pálida
esta melancolía besara con luz cálida!

¡Si bajo las sombrías bóvedas del horror
viera cómo me ven dos ojos con amor!

¡Ay, sería mi madre, intrépida y bendita,
que bajaría a ver a su hija precita!

¡Sí; mi madre podría al Dios justo ablandar
y ella me sacaría del horrible lugar!

De la esperanza joven alzara el fuerte viento
al fruto derribado por tanto sufrimiento.

Sentiría sus brazos, dulces, fuertes y hermosos,
arrastrarme, abrazada con ímpetus briosos.

El aire auxiliaría a mis alas nacientes
como a las golondrinas libres e independientes.

Huiría para siempre, pues mi madre al partir
viva me llevaría hacia lo porvenir.

Mas antes de pasar las mortales fronteras
otras almas quisiéramos tener por compañeras.

Y en aquel campo fúnebre en que dejaba flores
y el aroma que exhalan los llantos de dolores

caeríamos, solícitas, entusiastas y ardientes,
gritando “¡Acompañadnos!” a las almas dolientes.

“¿Venís hacia el estío en que ha de retoñar
el amor en que no hay que morir ni llorar?

¡Con Dios y sus palomas venid en santos vuelos!
¡Dejad vuestros sudarios; no hay tumbas en los cielos!

¡El sepulcro está roto por la eterna pasión!
¡Mi madre nos concibe en la eterna mansión!”



ilustración de Garbi KW http://www.garbikw.com/