Me encontré con la máquina
de trabajo destrozada en camino hacia la estación de St. John's Wood. Al
principio creí que una de
las casas habíase desplomado sobre la calle. Cuando trepé sobre los escombros
vi con sorpresa el Sansón
mecánico en el suelo, con sus tentáculos doblados y rotos entre las ruinas que
él
mismo había causado. La
parte delantera estaba aplastada. Parece que había avanzado ciegamente hacia la
casa y quedó destrozada al
caerle encima los escombros. Tuve la impresión de que esto podría haber ocurrido si la máquina de
trabajo había escapado al control del marciano que la guiaba. No pude meterme
entre los escombros para
observarla mejor y estaba ya demasiado oscuro para que pudiera ver la sangre de
que estaba manchado su
asiento y los restos del marciano que dejaran los perros.
Mas maravillado aún por lo
que acababa de ver, seguí hacia Primrose Hill. Muy a lo lejos, por un claro entre los árboles, vi a un
segundo marciano, tan inmóvil como el primero, parado en el parque del Jardín
Zoológico.
Poco más allá de los restos
de la máquina de trabajo volví a encontrar la hierba roja y vi que el Canal Regent era una masa
esponjosa de vegetación carmesí.
Cuando cruzaba el puente
cesó de pronto el prolongado gemido. El silencio subsiguiente me produjo la
misma impresión de un
trueno repentino. Las casas de mi alrededor
se elevaban entre las sombras; los árboles del parque se tornaban negros. La hierba roja trepaba por
entre las ruinas hasta bastante altura. La noche, madre del terror y del
misterio, se cernía ya sobre mí. Pero
mientras sonaba aquella voz, la soledad había sido soportable; en virtud de
ella, Londres había parecido
vivo, y este detalle me sostuvo. Luego ocurrió el cambio, feneció algo—no sé qué—y el silencio se tornó
aplastante.
Londres parecía mirarme.
Las ventanas de las casas blancas eran como las cuencas vacías de cráneos
blanqueados por el tiempo.
Mi imaginación descubrió a mil enemigos que se movían silenciosos a mi alrededor. El terror hizo
presa en mí. Más adelante, la calle habíase tornado tan negra como la tinta y
vi una forma retorcida en
medio del camino. No pude seguir. Me volví por St. John's Wood Road y eché a correr para alejarme de
aquella quietud insoportable e ir hacia Kilburn.
Me oculté de la noche y el
silencio, hasta mucho después de las doce, en un refugio para cocheros que hay
en Harrow Road. Pero antes
del amanecer volví a recobrar el valor, y mientras brillaban todavía las estrellas salí de nuevo en
dirección a Regent Park.
Me extravié por el camino y
al poco vi, a la media luz del alba, la curva de Primrose Hill, al otro extremo
de la larga avenida. En su
cima se hallaba un tercer marciano, erguido e inmóvil como los otros.
Una idea insana se
posesionó de mí. Terminaría de una vez con todo. Era mejor morir y me ahorraría
la molestia de suicidarme.
Marché decididamente hacia el titán, y luego, al acercarme más y acrecentarse
la luz, vi que una multitud de
pájaros negros volaba en círculos y se apiñaba alrededor del capuchón. Ante ese espectáculo dio un
vuelco mi corazón y acto seguido eché a correr por el camino.
Pasé rápidamente por entre
la frondosa hierba roja que cubría St. Edmond's Terrace, crucé con gran esfuerzo un torrente que
nacía en los caños principales del servicio del agua y desembocaba en Albert
Road y salí al prado antes
que se elevara el sol.
Grandes montones de tierra
habíanse apilado alrededor de la cima de la colina formando un enorme reducto —aquella era la más
grande y la última de las fortalezas hechas por los marcianos—, y desde detrás de los montones de
tierra se elevaba una delgada columna de humo. Contra el fondo del cielo vi la silueta de un perro que
echaba a correr y se perdía de vista.
La idea que se presentara a
mi mente se tornó más real y aceptable. No sentí temor, sino un júbilo extraordinario, al correr
colina arriba hacia el monstruo inmóvil. Del capuchón pendían jirones de carne parda, que los pájaros
picoteaban.
Un momento más y había
trepado a la muralla de tierra. Ya tenía a mi vista el enorme reducto. Era un espacio muy grande y había
en él máquinas gigantescas, altas pilas de materiales y extraños refugios. Y diseminados por todas
partes: algunos en sus máquinas de guerra derribadas; otros en las máquinas de trabajo, ahora inmóviles, y
una docena de ellos tendidos en una hilera silenciosa, se hallaban los marcianos..., ¡todos
muertos! Destruidos por las bacterias de la corrupción y de la enfermedad,
contra las
cuales no tenían defensas;
destruidos, como le estaba ocurriendo a la hierba roja; derrotados—después que fallaron todos los
inventos del hombre—por los seres más humildes que Dios, en su sabiduría, ha puesto sobre la Tierra.
Había sucedido lo que yo y
muchos otros podríamos haber previsto si no nos hubiera cegado el terror. Los
gérmenes de las
enfermedades han atacado a la humanidad desde el comienzo del mundo,
exterminaron a muchos de nuestros
antecesores prehumanos desde que se inició la vida en la Tierra. Pero en
virtud de la selección natural de
nuestra especie, la raza humana desarrolló las defensas necesarias para
resistirlos. No
sucumbimos sin lucha ante
el ataque de los microbios, y muchas de las bacterias—las que causan la putrefacción en la materia
muerta, por ejemplo—no logran arraigo alguno en nuestros cuerpos vivientes.
Pero no existen las
bacterias en Marte, y no bien llegaron los invasores, no bien bebieron y se alimentaron, nuestros
aliados microscópicos iniciaron su obra destructora. Ya cuando los observé yo estaban irrevocablemente
condenados, muriendo y pudriéndose mientras andaban de un lado para otro.
Era inevitable. Con un
billón de muertes ha adquirido el hombre su derecho a vivir en la Tierra y nadie
puede disputárselo; no lo
habría perdido aunque los marcianos hubieran sido diez veces más poderosos de
lo que eran, pues no en
vano viven y mueren los hombres.
Aquí y allá se encontraban
diseminados cerca de cincuenta, en total, en aquel último reducto, sorprendidos por una muerte
que debe haberles parecido incomprensible.
Para mí también resultó
incomprensible su muerte. Todo lo que supe fue que esos seres, que habían sido
tan terribles para el
hombre, estaban ahora muertos. Por un momento creí que la destrucción de Senaquerib se había
repetido, que Dios habíase arrepentido, que el Ángel de la Muerte los había matado durante la noche.
Me quedé mirando hacia el
interior del pozo y mi corazón latió jubilosamente. En ese momento me iluminó con sus rayos el
sol naciente. El pozo estaba todavía en la penumbra; las tremendas máquinas,
tan maravillosas en su poder y
complejidad, tan extraterrestres en su forma, mostrábanse fantásticas, vagas y
extrañas entre las sombras.
Oí que una multitud de
perros reñía entre los cadáveres que yacían en el pozo. Del otro lado del
reducto
yacía la gran máquina de
volar con la que habían estado experimentando en nuestra atmósfera, más densa,
cuando les sorprendió la
corrupción y la muerte.
Al oír graznidos en lo alto
miré hacia la enorme máquina guerrera, que no volvería a luchar más, y vi los restos de carne roja que
pendían de los asientos, volcados en su capuchón.
Me volví para mirar cuesta
abajo hacia donde se hallaban los otros dos marcianos, rodeados por los
pájaros negros. Uno de
ellos había muerto mientras llamaba a sus compañeros; quizá fue el último en
fenecer y su voz continuó
resonando hasta que se agotó la fuerza motriz de su máquina. Ahora relucían
ambos como inofensivos trípodes
de brillante metal a la luz clara del sol que nacía...
Alrededor del pozo, y
salvada como por milagro de una destrucción total, se extendía la madre de las
ciudades. Los que han visto
Londres sólo velado por sus sombríos mantos de humo no pueden imaginar la
desnuda claridad y la
belleza del silencioso dédalo de casas.
Hacia el este, sobre las
ruinas ennegrecidas de Albert Terrace y la aguja quebrada de la iglesia, el sol
brillaba deslumbrante en el
cielo límpido, y aquí y allá captaba la luz alguna faceta de una claraboya de
cristales. Los rayos
tocaban ya el depósito de vinos próximo a la estación Chalk Famm, y los vastos
terrenos del ferrocarril,
marcados antes con los relucientes rieles, que ahora estaban teñidos de
herrumbre
debido al desuso.
Hacia el norte se hallaban
Kilburn y Hampstead; hacia el oeste se perdía la visión de la gran ciudad
debido a la distancia, y
hacia el sur, al otro lado del pozo, vi claramente la extensión verde de Regent
Park, el hotel Langham, la
cúpula del Albert Hall, el Instituto Imperial y las gigantescas mansiones de
Brompton Road. A lo lejos
se elevaban las azuladas colinas de Surrey y las torres del Crystal Palace
relucían como dos varas de
plata. La cúpula de St. Paul's mostrábase oscura contra el resplandor del sol,
y
por primera vez vi que
tenía un enorme agujero en su costado occidental.
Y mientras contemplaba
aquella vasta extensión de casas, fábricas e iglesias, silenciosas y abandonadas;
mientras pensaba en las
esperanzas y esfuerzos, en las vidas que contribuyeron a la construcción de
aquel
refugio humano y en la
terrible amenaza que se cernió sobre todo ello; cuando comprendí que la sombra
habíase disipado, que los
hombres recorrerían sus calles y que esta vasta ciudad muerta volvería una vez
más a la vida, experimenté
una emoción que estuvo a punto de arrancar lágrimas de mis ojos.
Había pasado la tempestad.
Ese mismo día comenzaría la cura. Los sobrevivientes diseminados por el
país—sin líderes, sin ley,
sin alimentos, como ovejas sin su pastor—, los miles que huyeran por el mar,
emprenderían el regreso; la
pulsación de la vida, cada vez más fuerte, volvería a latir en las calles
desiertas y a verterse por
las plazuelas abandonadas.
Fuera cual fuese la
destrucción, habíase ya detenido la mano destructora. Todas las ruinas, los
ennegrecidos esqueletos de
los edificios, que parecían mirar con desesperación hacia el verdor de la
colina, resonarían ahora
con los martillazos de los constructores. Al pensar esto tendí las manos hacia
el
cielo y di las gracias a
Dios. En un año, me dije; en un año...
Y luego, con fuerzas
aplastadoras, volvió a mi mente la idea de mi situación, el recuerdo de mi esposa
y
el
de la vida de esperanza y ternura que había cesado para siempre.
ilustración de Garbi KW http://www.garbikw.com/
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