Al pronunciar en voz muy baja su nombre se estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose miró en torno suyo. En la habitación, los objetos estaban iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo, hacía aparecer como si fuese otra estrella. Era esa lamparilla, con perfumes de incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima de la chimenea. La compacta aureola de la Madona brillaba con hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas. Desde la infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más que un «supersticioso» amor, ofrecido a veces, ingenua y pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara.
Al verla, el conde, herido de recuerdos dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón hacerlo sonar. Apareció un servidor. Era un anciano vestido de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa. Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido.
–Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena hacia las diez de la noche. Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en la casa. Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos a nadie.
El mayordomo temblaba y le miraba con atención. El conde encendió un cigarro y descendió a los jardines. El sirviente pensó primeramente que el dolor, demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber consistía en respetar aquel secreto. Inclinó la cabeza. ¿Una abnegada complicidad a ese sueño religioso? ¿Obedecer...? ¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a la muerte? ¡Qué idea tan extraña! ¿Podría además sostenerse por más tiempo que una noche?
–Mañana, mañana... ¡Ay de mí! Pero, ¿quién sabe...? ¡Quizá! Después de todo es un proyecto sagrado... ¿Con qué derecho me dedico a reflexionar sobre ello?
Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia. Se trataba de crear un terrible espejismo. El embarazo de los primeros días se borró súbitamente. Al principio con estupor, pero luego por una especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él mismo se sentía engañado por su buena voluntad. No había lugar para segundas interpretaciones. A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta. El se dejó arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando paulatinamente la atmósfera que les rodeaba.
Tenía miedo, un miedo indeciso, suave... D'Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la suya. En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la «Ilusión» sonriente, sentada, a sus ojos, en el otro sillón. Las noches, los días, las semanas, transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible. D'Athol vivía doblemente iluminado.
Un semblante suave y pálido, entrevisto como un relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a hablar, pensamientos «femeninos» que aparecían en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy próximo a él. Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas muy quedas le conmovían. ¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un poder desconocido! Una vez, D'Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera.
–¡Chiquilla! –murmuró él sonriente.
Y se adormecía como un amante ofendido por su amada risueña y adormilada. El día de su «cumpleaños» colocó, como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de la almohada de Vera.
–Puesto que ella se cree muerta... –murmuró él.
Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor D'Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser de un encanto sombrío y seductor. El mismo Raymond ya no experimentaba temor y se acostumbraba a todas aquellas circunstancias. Un vestido de terciopelo negro entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto llegaba a hacérsele familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo invisible, como una chiquilla. ¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo de lo más «natural»!
Había transcurrido un año.
En la tarde del aniversario, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento florentino, «Callimaque» cuando, cerrando el libro y sirviéndose el té, dijo:
–«Douschka», ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres...? Estas historias te lo han recordado, ¿no es verdad?
Se levantó y en el espejo azulado se vio más pálido que de ordinario. Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró atentamente las perlas. Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente se veía muy suave, influido por el calor de su carne. Y el ópalo de aquel collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera solía palidecer enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel. Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como claveles sobre la nieve. Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había vuelto a encender en el relicario...? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el semblante de ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales, nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas?
La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre. Pero ya nada podía sorprender al conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año. Sin embargo, esa tarde se había dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a aquella habitación, impregnada de ella por completo. ¡Había dejado allí tanto de sí misma! Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor.
Su presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí. Ella debía desear volver a sonreír aún en aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas. La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡Ella también deseaba volver con él! Y su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de antaño, los vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas pedrerías que la «amaban» en su oscura simpatía, la inmensa y absoluta «necesidad» de su presencia, ansia compartida finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR!
¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos...!
El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría. En ese momento la impresión se concretó en una idea definitiva, simple, absoluta: ¡«Ella debía estar allí, en la habitación»! El estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las cosas a su alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. «Y como no faltaba más que la misma Vera», tangible, exterior, «era preciso que ella se encontrase allí» y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas.
El camino de resurrección estaba abierto por la fe hacia ella. Un fresco estallido de risa iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir, al fin ella, la condesa Vera le estaba contemplando, un poco adormecida aún.
–¡Roger...! –exclamó con voz lejana.
El se le acercó. Sus labios se unieron en una alegría divina, extasiada, inmortal. Y entonces se dieron cuenta de que ellos no formaban más que un «solo ser» Las horas volaron en un viaje extraño, un éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo. De repente, el conde D'Athol se estremeció como golpeado por una fatal reminiscencia.
–¡Ah! Ahora recuerdo... ¿Qué es lo que me sucede...? ¡Pero si tú estás muerta!
En ese mismo instante, al oírse estas palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas. Las flores se marchitaron y secaron en un instante. El balanceo del péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad. La «certeza» de todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió.
El conde se puso en pie. Acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en un momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola palabra. La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos. Como esas lágrimas de cristal, ensambladas ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido.
–¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he perdido...! ¡Otra vez vuelve a estar sola...! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti!
De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un rayo del tétrico día lo iluminó... El abandonado se inclinó. Lo cogió y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario