miércoles, 14 de diciembre de 2011

La conjura de los necios (fragmento) de John Kennedy Toole


La mente pervertida (y sospecho que excesivamente peligrosa) de Clyde ha ideado un medio más de empequeñecer este yo mío prácticamente invencible. Pensé al principio que podría haber hallado un padre subrogado en el zar de la salchicha, el magnate de la carne. Pero el resentimiento y la envidia que le inspiro aumentan día a día; no hay duda de que al final le asfixiarán y destruirán su mente. La grandeza de mi psique, la complejidad de mi visión del mundo, la decencia y el buen gusto que revela mi porte, la gracia con que me muevo y actúo en el cenagal del mundo de hoy… todo esto confunde y asombra a mismo tiempo a Clyde. Ahora, me ha relegado a trabajar en el Barrio Francés, zona que alberga todos los vicios que el hombre haya concebido en sus aberraciones más demenciales, incluyendo, supongo yo, algunas variantes modernas que habrán hecho posibles las maravillas de la ciencia. El Barrio Francés no debe diferenciarse gran cosa, supongo, de Soho y de ciertos lugares de África del Norte. Sin embargo, los habitantes del Barrio Francés, bendecidos por la tenacidad y el sentido práctico norteamericanos, probablemente se entreguen en este momento afanosamente a igualar y sobrepasar en variedad e imaginación las diversiones de que gozan los residentes de esos otros emporios mundiales de la degradación humana.

Es evidente que una zona como el Barrio Francés no es el medio adecuado para un joven de buenas costumbres, casto, prudente e impresionable como vuestro chico trabajador. ¿Habrían sido capaces de superar tales obstáculos Edison, Ford y Rockefeller?

La mente diabólica de Clyde no se ha detenido en una humillación tan simple, sin embargo. Como supuestamente he de manejar lo que Clyde llama “El mercado turístico”, se me ha ataviado con una especie de disfraz.

[ A juzgar por los clientes que he tenido este primer día en la nueva ruta, los “turistas” parecen ser los mismos viejos vagabundos a quienes vendía en el barrio comercial. En un estupor provocado por el vino infecto, han ido bajando sin duda al Barrio Francés y así, para la mente senil de Clyde, quedan clasificados como “turistas”. Me pregunto si Clyde habrá tenido siquiera una oportunidad de ver a los fracasados, a los vagabundos andrajosos que compran los productos Paraíso y, al parecer, subsisten a base de ellos. Entre los otros vendedores ( itinerantes achacosos y enfermos que se llaman más o menos Camarada, Viejo, Tío, Campeón y As) y mis clientes, estoy, al parecer, atrapado en un limo de almas perdidas. Sin embargo, el simple hecho de que hayan alcanzado estrepitosos fracasos en nuestro siglo, les da una cierta calidad espiritual. En realidad, pueden ser (esas andrajosas ruinas)  los santos de nuestra época: Viejos negros maravillosamente machacados de tostados ojos; vagabundos tronados venidos de los páramos de Texas y de Oklahoma; campesinos arruinados que buscan refugio en pensiones urbanas infestadas de roedores.

“Sin embarbo, espero que en mi senectud no tenga que depender de las salchichas para mi manutención. La venta de mis obras literarias quizás aporte algún beneficio. En caso necesario, siempre podría recurrir al circuito de conferencias, siguiendo los pasos de esa espectral M.Minkoff, cuyas ofensas a la decencia y el buen gusto ya han sido descritas a los lectores con detalle, a fin de extirpar los disparates e indecencias que habrá esparcido ella por las diversas salas de conferencias del país. Pero quizás haya alguna persona de calidad entre el público de su primera conferencia que la agarre y la baje del estrado y la azote un poquito en sus zonas erógenas. Pese a las cualidades espirituales que esta chica pueda poseer, los barrios bajos son, sin duda alguna, algo que está por debajo del nivel aceptable en cuestión de comodidad material, y dudo seriamente que mi físico sólido y bien formado se adaptase fácilmente a dormir en las callejuelas. Tendería más bien, sin duda, a utilizar los bancos de los parques. En consecuencia, mi propio tamaño es una salvaguarda contra esta tendencia mía a hundirme cada vez más profundamente dentro de la estructura de nuestra sociedad. (No creo, en realidad, que uno tenga necesariamente que rascar el fondo, como si dijésemos para poder enfocar subjetivamente a su sociedad. En vez de moverse verticalmente hacia abajo, uno debe moverse horizontalmente hacia fuera, hacia un punto lo suficientemente distanciado donde no quede inevitablemente desterrad un mínimo de comodidad material. En esa posición estaba yo – al margen mismo de nuestra era- cuando la intemperancia cataclismática de mi madre, como el lector bien sabe, me catapultó al remolino febril de la vida contemporánea,. Para ser absolutamente sincero, he de decir que, desde entonces, las cosas han ido de mal en peor. La situación se ha deteriorado . Minkoff, me llama desapasionada, se ha vuelto contra mi, Hasta mi madre, el agente de mi destrucción, ha empezado a morder la mano que la alimenta. El ciclo es cada vez más bajo. ¡ Oh, Fortuna, sombra caprichosa! ) Personalmente, he descubierto que la falta de comida y de comodidades, en vez de ennoblecer el espíritu, crea sólo ansiedad dentro de a psique humana y canaliza los mejores impulsos del individuo únicamente hacia el fin de lograr algo que comer, Aunque tengo una Rica Vida Interior, preciso tener también algo de comida y alguna que otra comodidad.]

Pero volvamos a la cuestión que nos ocupa: la venganza de Clyde. El vendedor que tenía antes la ruta del Barrio Francés, llevaba un absurdo atuendo de pirata, un guiño de Vendedores Paraíso al folklore y la historia de Nueva Orleáns, una tentativa clydiana de relacionar la salchicha con la leyenda criolla, Clyde me obligó a probármelo en el garaje. El traje, claro está, había sido confeccionado según las medidas de la constitución tuberculosa y subdesarrollada del antiguo vendedor, y pese a los muchos tirones, inhalaciones y esfuerzos, fue imposible encerrar en él mi cuerpo musculoso. Hubo de llegar, en consecuencia, a una especie de compromiso. Até en mi gorra el pañuelo pirata de satén rojo. Me atornillé en el lóbulo izquierdo el pendiente dorado, una versión grandes almacenes. Fijé el sable negro de plástico al costado de mi ropón blanco de vendedor con un imperdible. Un pirata muy poco impresionante, dirán los lectores. Sin embargo, cuando me contemplé en el espejo, hube de admitir que tenía un aspecto sobrecogedor y dramático. Blandiendo el sable de plástico hacia Clyde, grité: “¡Salid a la pasarela, almirante, es un motín!” Esto, debería haberme dado cuenta fue demasiado para su mentalidad literal y salchichesca. Se asustó muchísimo y procedió a atacarme con su tenedor, como un chuzo. Evolucionamos por el garaje como dos espadachines en una película histórica particularmente inepta, durante unos instantes, tenedor y sable repiqueteando uno contra otro demencialmente. Dándome cuente de que mi arma de plástico no podía igualar a un largo tenedor esgrimido por un matusalén alucinado, comprendiendo que estaba despertando los peores instintos de Clyde, intenté poner fin a aquel pequeño duelo. Pronuncié palabras pacificadoras, rogué, me rendí por último. Aún así, Clyde seguía asediándome, mi disfraz de pirata le parecía tan perfecto que al parecer le había convencido de que habíamos vuelto a los tiempos dorados de la vieja Nueva Orlean romántica, cuando los caballeros decidían las cuestiones de honor salchichesco a veinte pasos. Fue entonces cuando se encendió la luz en mi mente compleja. Sé que Clyde intentaba, en realidad, matarme. Habría sido una excusa perfecta: defensa propia. Me había puesto e sus manos. Por suerte para mí caí al suelo. Me había apoyado en uno de los carros, perdí mi equilibrio, siempre precario y me desplomé. Aunque me di un golpe en la cabeza, bastante doloroso por cierto, contra el carro, grité afablemente desde el suelo: “Ganasteis vos, caballero”. Luego, en silencio, rendí homenaje a la Fortuna Clemente que me había librado de morir trinchado con un tenedor herrumbroso. 


ilustración de Garbi KW http://www.garbikw.com/

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