Morir es éxtasis. No soy un maestro, ni un Sabio, ni un Roshi, ni un escritor o profesor, ni siquiera un vagabundo del dharma risueño, soy hijo de mi madre & mi madre es el universo— Qué es este universo sino un montón de olas Y un deseo anhelante es una ola Perteneciente a una ola en un mundo de olas Entonces... para qué humillar a ninguna ola? Ven, ola, OLA! El rebuzno del burro brotando jijo Es una triste sacudida solitaria por tu amor Amante ola
Y qué es Dios?
Lo inexpresable, lo inenarrable,
Alégrate en el Cordero, canta Chistopher el Espabilado, que me vuelve loco, porque es tan espabilado, y yo soy tan espabilado, y ambos estamos locos.
No —¿qué es Dios? Lo imposible, lo censurable Incensurable Precio-dente del Universo Pepsi-dente Pero sin cuerpo & sin cerebro sin ocupaciones y sin ataduras sin velas y sin altura nada sabio y nada espabilado nada nada, nada no-nada nada algo, no-palabra, sí-palabra, todo, lo que sea, Dios el tipo que no es un tipo, la cosa que no puede ser y puede y es y no es
Kayo Mullins siempre está gritando y robándoles los zapatos a los viejos
La luna vuelve a casa borracha, catacrock, Alguien le pegó con un orinal El Mayor Hopple siempre está bufando ¡Coño! Blaf blaf y todo eso Enseñando a los niños a volar cometas Y rompiendo ventanas de fama
¡Pobre de mí! Lil Abner se ha ido Su hermano está bien, Daisy Mae y el Niño-lobo.
¿Y a quién le importa? Los argumentos me ponen enfermo todo lo que quiero es C'est Foi Esperanza alguna vez mierda en el árbol
Estoy cansado de que se rían de mí y me hablen de imágenes enfermas Ejem, cof cof Creo que me desharé de todo esto Se lo voy a dar al gato
¡El otoño ya! ¿Pero por qué añorar un eterno sol, si estamos empeñados en el descubrimiento de la claridad divina, lejos de las gentes que mueren en las estaciones? El otoño. Nuestra barca, alzándose en las brumas inmóviles, gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo. ¡Ah, los harapos podridos, el pan empapado de lluvia, la embriaguez, los mil amores que me han crucificado! ¡De modo que nunca ha de acabar esta reina voraz de millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Yo me vuelvo a ver con la piel roída por el fango y la peste, las axilas y los cabellos llenos de gusanos y con gusanos más gruesos aún en el corazón, yacente entre desconocidos sin edad, sin sentimiento... Hubiera podido morir allí ... ¡Qué horrible evocación! Yo detesto la miseria. ¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad! A veces veo en el cielo playas sin fin, cubiertas de blancas y gozosas naciones. Por encima de mí, un gran navío de oro agita sus pabellonesmulticolores bajo las brisas matinales. Yo he creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Yo he creído adquirir poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Tengo que enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador desvanecida! ¡Yo! ¡Yo que me titulara ángel o mago, que me dispensé de toda moral, soy devuelto a la tierra, con un deber que perseguir y la rugosa realidad para estrechar! ¡Campesino! ¿Estoy engañado? ¿Sería para mi la caridad hermana de la muerte? En fin, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y vamos. ¡Peto ni una mano amiga! ¿Y dónde conseguir socorro? Sí, la nueva hora es, por lo menos, muy severa. Pues yo puedo decir que alcancé la victoria: el rechinar de dientes, los silbidos de fuego, los suspiros pestilentes, se moderan. Todos los recuerdos inmundos se borran. Mis últimas añoranzas se escabullen celos de los mendigos, de los bandoleros, de los amigos de la muerte, de los retardados de todas clases. ¡Si yo me vengara, condenados! Hay que ser absolutamente moderno. Nada de cánticos: conservar lo ganado. ¡Dura noche! La sangre seca humea sobre mi rostro, y no tengo cosa alguna tras de mí, ¡fuera de ese horrible arbolillo!... El combate espiritual es tan brutal como las batallas de los hombres; pero la visión de la justicia es sólo el placer de Dios. Entre tanto, estamos en la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de real ternura. Y a la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades. ¡Qué hablaba yo de mano amiga! Es una buena ventaja que pueda reírme de los viejos amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas parejas embaucadoras -he visto allá el infierno de las mujeres-; y me será permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.
«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y .resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundiá gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas.
Como cuando un hombre taladra con un trépano la madera destinada a un navío -otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la madera gira continua, incesantemente-, así hacíamos dar vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó todos los párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría para templarla y ésta estride
grandemente -pues éste es el poder del hierro-, así estridía su ojo en torno a la estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.
«Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía:
«"¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?" «Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:
«"Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas." «Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras: «"Pues si nadie te ataca y estás solo... es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano." «Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable!
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún...?